El
cataclismo de Damocles
(c)
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
RETRASMISION:
Argos Is-Miami
Gabriel
García Márquez pronunció el siguiente discurso el 6 de agosto de 1986, en el
aniversario 41 de la bomba de Iroshima. CAMBIO lo reproduce ahora que reaparece
en el mundo la amenaza de una guerra.
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Un
minuto después de la última explosión, más de la mitad de los seres humanos
habrá muerto, el polvo y el humo de los continentes en llamas derrotarán a la
luz solar, y las tinieblas absolutas volverán a reinar en el mundo. Un invierno
de lluvias anaranjadas y huracanes helados invertirá el tiempo de los océanos
y volteará el curso de los ríos, cuyos peces habrán muerto de sed en las
aguas ardientes, y cuyos pájaros no encontrarán el cielo. Las nieves perpetuas
cubrirán el desierto del Sahara, la vasta Amazonía desaparecerá de la faz del
planeta destruido por el granizo, y la era del rock y de los corazones
transplantados estará de regreso a su infancia glacial. Los pocos seres humanos
que sobrevivan al primer espanto, y los que hubieran tenido el privilegio de un
refugio seguro a las tres de la tarde del lunes aciago de la catástrofe magna,
sólo habrán salvado la vida para morir después por el horror de sus
recuerdos. La Creación habrá terminado. En el caos final de la humedad y las
noches eternas, el único vestigio de lo que fue la vida serán las cucarachas.
Señores
presidentes, señores primeros ministros, amigas, amigos:
Esto
no es un mal plagio del delirio de Juan en su destierro de Patmos, sino la visión
anticipada de un desastre cósmico que puede suceder en este mismo instante: la
explosión -dirigida o accidental- de sólo una parte mínima del arsenal
nuclear que duerme con un ojo y vela con el otro en las santabárbaras de las
grandes potencias.
Así
es: hoy, 6 de agosto de 1986, existen en el mundo más de 50.000 ojivas
nucleares emplazadas. En términos caseros, esto quiere decir que cada ser
humano, sin excluir a los niños, está sentado en un barril con unas cuatro
toneladas de dinamita, cuya explosión total puede eliminar 12 veces todo rastro
de vida en la Tierra. La potencia de aniquilación de esta amenaza colosal, que
pende sobre nuestras cabezas como un cataclismo de Damocles, plantea la
posibilidad teórica de inutilizar cuatro planetas más que los que giran
alrededor del Sol, y de influir en el equilibrio del Sistema Solar. Ninguna
ciencia, ningún arte, ninguna industria se ha doblado a sí misma tantas veces
como la industria nuclear desde su origen, hace 41 años, ni ninguna otra creación
del ingenio humano ha tenido nunca tanto poder de determinación sobre el
destino del mundo.
El
único consuelo de estas simplificaciones terroríficas -si de algo nos sirven-,
es comprobar que la preservación de la vida humana en la Tierra sigue siendo
todavía más barata que la peste nuclear. Pues con el sólo hecho de existir,
el tremendo Apocalipsis cautivo en los silos de muerte de los países más ricos
está malbaratando las posibilidades de una vida mejor para todos.
En
la asistencia infantil, por ejemplo, esto es una verdad de aritmética primaria.
La UNICEF calculó en 1981 un programa para resolver los problemas esenciales de
los 500 millones de niños más pobres del mundo, incluidas sus madres. Comprendía
la asistencia sanitaria de base, la educación elemental, la mejora de las
condiciones higiénicas, del abastecimiento de agua potable y de la alimentación.
Todo esto parecía un sueño imposible de 100.000 millones de dólares. Sin
embargo, ese es apenas el costo de 100 bombarderos estratégicos B-1B, y de
menos de 7.000 cohetes Crucero, en cuya producción ha de invertir el gobierno
de los Estados Unidos 21.200 millones de dólares.
En
la salud, por ejemplo: con el costo de 10 portaviones nucleares Nimitz, de los
15 que van a fabricar los Estados Unidos antes del año 2000, podría realizarse
un programa preventivo que protegiera en esos mismos 14 años a más de 1.000
millones de personas contra el paludismo, y evitara la muerte -sólo en África-
de más de 14 millones de niños.
En
la alimentación, por ejemplo: el año pasado había en el mundo, según cálculos
de la FAO, unos 565 millones de personas con hambre. Su promedio calórico
indispensable habría costado menos de 149 cohetes MX, de los 223 que serán
emplazados en Europa Occidental. Con 27 de ellos podrían comprarse los equipos
agrícolas necesarios para que los países pobres adquieran la suficiencia
alimentaría en los próximos cuatro años. Ese programa, además, no alcanzaría
a costar ni la novena parte del presupuesto militar soviético de 1982.
En
la educación, por ejemplo: con sólo dos submarinos atómicos tridente, de los
25 que planea fabricar el gobierno actual de los Estados Unidos, o con una
cantidad similar de los submarinos Typhoon que está construyendo la Unión Soviética,
podría intentarse por fin la fantasía de la alfabetización mundial. Por otra
parte, la construcción de las escuelas y la calificación de los maestros que
harán falta al Tercer Mundo para atender las demandas adicionales de la educación
en los 10 años por venir, podrían pagarse con el costo de 245 cohetes Tridente
II, y aún quedarían sobrando 419 cohetes para el mismo incremento de la
educación en los 15 años siguientes.
Puede
decirse, por último, que la cancelación de la deuda externa de todo el Tercer
Mundo, y su recuperación económica durante 10 años, costaría poco más de la
sexta parte de los gastos militares del mundo en ese mismo tiempo. Con todo,
frente a este despilfarro económico descomunal, es todavía más inquietante y
doloroso el despilfarro humano: la industria de la guerra mantiene en cautiverio
al más grande contingente de sabios jamás reunido para empresa alguna en la
historia de la humanidad. Gente nuestra, cuyo sitio natural no es allá sino aquí,
en esta mesa, y cuya liberación es indispensable para que nos ayuden a crear,
en el ámbito de la educación y la justicia, lo único que puede salvarnos de
la barbarie: una cultura de la paz.
A
pesar de estas certidumbres dramáticas, la carrera de las armas no se concede
un instante de tregua. Ahora, mientras almorzamos, se construyó una nueva ojiva
nuclear. Mañana, cuando despertemos, habrá nueve más en los guadarneses de
muerte del hemisferio de los ricos. Con lo que costará una sola alcanzaría
-aunque sólo fuera por un domingo de otoño- para perfumar de sándalo las
cataratas del Niágara.
Un
gran novelista de nuestro tiempo se preguntó alguna vez si la Tierra no será
el infierno de otros planetas. Tal vez sea mucho menos: una aldea sin memoria,
dejada de la mano de sus dioses en el último suburbio de la gran patria
universal. Pero la sospecha creciente de que es el único sitio del Sistema
Solar donde se ha dado la prodigiosa aventura de la vida, nos arrastra sin
piedad a una conclusión descorazonadora: la carrera de las armas va en sentido
contrario de la inteligencia.
Y
no sólo de la inteligencia humana, sino de la inteligencia misma de la
naturaleza, cuya finalidad escapa inclusive a la clarividencia de la poesía.
Desde la aparición de la vida visible en la Tierra debieron transcurrir 380
millones de años para que una mariposa aprendiera a volar, otros 180 millones
de años para fabricar una rosa sin otro compromiso que el de ser hermosa, y
cuatro eras geológicas para que los seres humanos a diferencia del bisabuelo
pitecántropo, fueran capaces de cantar mejor que los pájaros y de morirse de
amor. No es nada honroso para el talento humano, en la edad de oro de la
ciencia, haber concebido el modo de que un proceso milenario tan dispendioso y
colosal, pueda regresar a la nada de donde vino por el arte simple de oprimir un
botón. Para tratar de impedir que eso ocurra estamos aquí, sumando nuestras
voces a las innumerables que claman por un mundo sin armas y una paz con
justicia. Pero aún si ocurre -y más aún si ocurre-, no será del todo inútil
que estemos aquí. Dentro de millones de millones de milenios después de la
explosión, una salamandra triunfal que habrá vuelto a recorrer la escala
completa de las especies, será quizás coronada como la mujer más hermosa de
la nueva creación. De nosotros depende, hombres y mujeres de ciencia, hombres y
mujeres de las artes y las letras, hombres y mujeres de la inteligencia y la
paz, de todos nosotros depende que los invitados a esa coronación quimérica no
vayan a su fiesta con nuestros mismos terrores de hoy. Con toda modestia, pero
también con toda la determinación del espíritu, propongo que hagamos ahora y
aquí el compromiso de concebir y fabricar un arca de la memoria, capaz de
sobrevivir al diluvio atómico. Una botella de náufragos siderales arrojada a
los océanos del tiempo, para que la nueva humanidad de entonces sepa por
nosotros lo que no han de contarle las cucarachas: que aquí existió la vida,
que en ella prevaleció el sufrimiento y predominó la injusticia, pero que
también conocimos el amor y hasta fuimos capaces de imaginarnos la felicidad. Y
que sepa y haga saber para todos los tiempos quiénes fueron los culpables de
nuestro desastre, y cuán sordos se hicieron a nuestros clamores de paz para que
esta fuera la mejor de las vidas posibles, y con qué inventos tan bárbaros y
por qué intereses tan mezquinos la borraron del Universo.